Hace unos días estuve en Lima por varios asuntos. Es curioso que la agitación que se vive en esa ciudad, por el contrario, a mí me provoca sosiego, y a pesar del corto tiempo que paso allá aprovecho para hacer muchas cosas. Si bien el viaje en bus es muy largo, me da una gran alegría despertarme y ver por la ventanilla el recorrido que va desde Cañete hasta la misma ciudad, es como si persiguiera la brisa del mar y todas las agradables sensaciones que despiertan en mí.
Esta vez encontré una ciudad literalmente gris, pero tampoco eso influyó en mi estado de ánimo, mucho menos la menuda garúa que caía por algunas zonas. Recordaba la grisura de París y cómo Vila Matas frecuentemente la mencionaba en una de sus novelas. Recordaba también la ironía de Luis Loayza en su magistral ensayo "El sol de Lima" en la que se preguntaba cómo era posible que Lima sea una ciudad tan húmeda que a veces parece submarina y que la niebla haya vuelto a sus habitantes un poco anfibios. En cambio, a mí me encantaría escribir algo titulado como "El mar de Lima" y sentir a sus habitantes como peces que nadan libremente lejos de la playa y cerca de los islotes que se divisan en el horizonte.
Otra cosa agradable que hice fue ir a las librerías, sobre todo visitar el nuevo local de El Virrey, y sentir en mis pies el acurrucamiento de un hermoso gato mientras hojeaba unos libros. Y luego, para cerrar el trajín del día, fuimos a un lugar llamado La Habana junto a dos buenas amigas, madre e hija. Las tres habíamos nacido en junio y para celebrar me invitaron un mojito. La música y el piqueo cubanos fueron el fondo perfecto para recordar ese maravilloso instante.