domingo, 31 de mayo de 2009

MERCADERES


Quizá una de las calles más transitadas de Arequipa es Mercaderes, sobre todo desde que se convirtió en peatonal. El ir y venir incesante de la gente le da un dinamismo especial; asimismo, la notable afluencia de turistas extranjeros parece conferirle cierto cosmopolitismo a la ciudad, pero no nos engañemos ésta sigue siendo muy tradicional no solo por su arquitectura, sino la cultura en general.
Realmente desconozco cómo se fue constituyendo a lo largo de los siglos esa arteria de la ciudad. Desde niña siempre me llamó la atención su nombre. Imaginaba a unos comerciantes provenientes de distintas partes del mundo que ofrecían sus extravagantes mercancías como en una gran feria. Lo cierto es que hoy Mercaderes se ha constituido en una metáfora del consumo pobre. Ahí todo se compra y se vende como en cualquier parte del mundo. A lo largo de sus tres cuadras encontramos desde zapaterías, tiendas de electrodomésticos, cafés, boutiques, etc. hasta casinos que funcionan las veinticuatro horas del día. El único lugar dedicado a la cultura es el Teatro Municipal, que ahora ha sido alquilado a una entidad financiera mientras dure su reparación.
Una calle más interesante resulta ser San Francisco. Ahí además de las librerías, en la noche se convierte en una calle de la diversión, pero también en un lugar donde se puede fusionar la cultura con la bohemia. El Zorbas es un ejemplo de ello, en ese pub se hacen presentaciones de libros, recitales y conciertos. Me recuerda un poco a la calle Corrientes de Buenos Aires, donde abundan las librerías y centros culturales. Todo esto me lleva a preguntarme si algún día San Francisco se expandirá hacia Mercaderes o si más bien ésta invadirá más calles de nuestra franciscana y pobre cultura. ¡Ah, mercaderes!

martes, 26 de mayo de 2009

LA BIBLIOTECA DE HUMANIDADES

Casi recientemente fue inaugurada la remodelación de la Biblioteca de Humanidades de mi Facultad. A primera vista, su nuevo aspecto resulta muy acogedor. Desde los exteriores, que antes lucían típicas pintas políticas de universidades nacionales, hasta los ambientes que utilizan los trabajadores administrativos y la misma sala de lectura hoy lucen renovados. Está cubierta por una inmensa claraboya que la ilumina aún más y la distingue de las otras bibliotecas que existen en la universidad, quizá también porque por ahí transitaron ilustres personajes agustinos que engrandecieron a nuestra alma mater.

Sin embargo, parece que hay algo que aún no ha cambiado: el servicio. No me refiero a la atención que brindan las personas que trabajan ahí, que por lo que me consta es aceptable, sino a la forma cómo los lectores acceden a los libros. No se puede llegar a ellos directamente. Siempre hay algo que se interpone en el camino. Ahora son vidrios, peor aún antes eran una paredes de concreto. Si bien los cristales por lo menos permiten contemplarlos desde fuera, ello no resulta suficiente para un lector que sueña con pasearse a lo largo de sus estantes para sacar sin impedimento alguno el libro que le interesa,hojearlo y detenerse ahí mismo a leer el tiempo que le plazca.
Así funcionan las bibliotecas que centran su atención en el hombre mismo, es decir, que más allá de la infraestructura, del mobiliario, del soporte tecnológico, etc., incluso de los libros mismos, está la confianza en el ser humano que se siente parte de esa cultura construida a lo largo de los siglos y que acude a ella precisamente a través de los libros.
Quizá suene utópica esa idea en tiempos donde la viveza criolla ha hecho suya la frase: "Tonto es el que presta un libro, más tonto el que lo devuelve". Por qué no más bien cambiarla a algo tan sencillo como: "Solidario es el que comparte un libro, honrado el que lo devuelve". Para ello necesitamos tal vez renovar constantemente nuestro espíritu, tanto como los libros que van quedando obsoletos.

viernes, 22 de mayo de 2009

PICANTE A LA TACNEÑA


Es la hora del almuerzo y aún no he preparado nada ni tengo ganas de hacerlo. Un fin de semana como hoy es buena fecha para comer fuera. Si bien la comida arequipeña me encanta, hoy prefiriría sabores más lejanos, más sureños. Y son precisamente esos momentos cuando más extraño la sazón de mi madre. Cuánto daría por que me preparara ahora un picante a la tacneña aunque sea a mí a quien haga pelar las papas sancochadas o picar el mondongo o los otros ingredientes, no es que yo no sepa prepararlo, aunque a decir verdad nunca lo intenté porque siempre lo vi como un plato exclusivo de sus queridas manos.
Todo esto me trae a la memoria el último viaje que hice a Tacna con mi hermana. Además de las compras y una rápida visita a Arica, creo que lo que más queríamos era servirnos en un buen restaurante un picante, cordero a la parrilla o las dulces humitas. Dicen que algunos chilenos cruzan la frontera solo para degustar nuestra comida, imagino la tacneña en especial. Y parece ser verdad, porque cuando fuimos a El Cacique la mayoría de mesas estaba ocupadas por ellos y eso me alegró mucho. La comida siempre une a todos en torno a una mesa, como yo lo hice cuando estaba por allá degustando el caldillo de congrio del que había escrito Neruda.
La evocación de esos momentos no mitiga en absoluto el hambre que tengo ahora, iré de inmediato a servirme algo, pero seguramente los recuerdos harán que el plato que elija me provoque una mezcla confusa de sabores: comeré lo arequipeño con sabor a tacneño.

jueves, 21 de mayo de 2009

TIEMPO INFANTIL, TIEMPO ADOLESCENTE


Todos llevamos un Macondo dentro, el mío es un antiguo campamento minero donde no nací pero aprendí que la tierra era redonda como una naranja. Con el tiempo fui aceptando su redonda imperfección, pero hubo un tiempo cuando todo era perfecto: un tiempo feliz.
Un breve mensaje electrónico, una fotografía adjunta, el remitente: un compañero del colegio. La sorpresa es simplemente indescriptible. Se vuelca en mi memoria un tiempo infantil, un tiempo adolescente. Han trancurrido más de dos décadas desde mi época escolar. Hoy la vida con un ímpetu juvenil se ha trasladado a otras partes, a otras latitudes, pero mi corazón ha vuelto presuroso a ese mágico espacio donde fui creciendo, donde las cosas eran realmente grandes como huevos prehistóricos.
La imagen borrosa recobra ese tiempo ido. Mi corazón estalla de nostalgia. Un colegio a las faldas de un enorme cerro. Se llamaba Ricardo Palma. Vuelven las voces, la alegría, los rostros de mis compañeros, amigos de eternos de mi infancia. Vuelven los caminos del saber con los guías que han hecho que no nos detengamos en el viaje: nuestros padres y maestros. Vuelven nuestros pasos a las aulas, al recreo, al juego legendario.
Muchos años después nos enteramos que nuestro Macondo ya no es el mismo. No funciona más el colegio. En sus aulas no están más los estudiantes, ahora las ocupan contratistas de la empresa minera que, tal cual compañía bananera, está arrasando de la faz de la tierra ese espacio mítico donde la vida era mucho más que el cobre que guarda en sus entrañas.