sábado, 24 de diciembre de 2016

MI ARBOLITO DE TLALPUJAHUA

Para mí esta Navidad comenzó en setiembre, en Tlalpujahua, camino a Morelia en México. Íbamos en auto con Marianné y David para encontrarnos con Lupita en esa ciudad colonial que se parece tanto a Arequipa. Habíamos partido en la madrugada desde la capital mexicana. Al cabo de un par de horas estábamos en medio de unas montañas verdes con fondo intensamente azul, como es casi todo el bello paisaje michoacano, lleno de lagos. Mientras ascendíamos por la pendiente de la carretera que nos llevaba al pueblo, podíamos ver las esculturas de piedra que los artesanos hacían en sus propias casas. Sin duda, Tlalpujahua era un lugar que con su arte se enfrentó sin miedo a las garras de las mafias de los narcos. Al llegar a la plaza, recorrer sus calles antiguas y apreciar desde el mirador del patio de su iglesia toda la belleza de este pueblo mágico, en ese momento me sentí intensamente feliz. Era una felicidad que recién comenzaba. Justo ese día se festejaba la Independencia. Todo el pueblo estaba decorado de verde, rojo y blanco, los colores de su bandera.

Como no habíamos desayunado, fuimos al mercado. Esa mañana soleada nos rendimos ante la deliciosa gastronomía mexicana: mole con guajolote y tortillas de maíz, las mejores que he probado en México. Mi boca saboreaba los chiles y las diversas especias que formaban parte del mole, mientras David nos explicaba cómo lo preparaban en distintas partes del país, pero que el mejor mole del mundo lo hacía la mamá de Lupita, su amada esposa. No podía faltar una taza de café mexicano, cuyo aroma se mezclaba con la magia del ambiente.

Después llegó el momento de conocer a los hacedores de esferas que hacen que todo el año sea Navidad en  el municipio de Tlalpujahua. Visitamos varias tiendas que ofrecían esos delicados objetos que ponemos en diciembre en nuestros árboles navideños, y también otros adornos que los artesanos moldean con su talento e imaginación. Nos permitieron ingresar a los talleres donde los artesanos trabajan el vidrio. Con su soplido crean mundos, luego los pintan con colores de la vida y todo el universo navideño. La fragilidad de estos objetos contrastan con la dureza que significa hacerlos en especial para la salud de las personas cuyo sustento depende de cuántas esferas hayan hecho durante el día.
Yo encontré este arbolito en un taller de Tlalpujahua y me lo he traído hasta Arequipa en un largo viaje. Lo he plantado en mi corazón y ya ha echado raíces profundas. Sus adornos son recuerdos cual esferas que brillan en la noche. En lo alto tiene una estrella que lleva grabados los nombres de Marianné, Lupita y David, que revolotean alrededor de mi árbol como las mariposas monarca de Michoacán, cuya poesía solo Neruda la pudo expresar y que Gael García revivió al inaugurar el Festival de Cine de Morelia: "¡Qué difícil decir México en estos momentos, decir 'México quiere decir alegría'. Es como si comiéramos un poco de vidrio molido también al decirlo". Yo al decir México digo amistad infinita.

viernes, 11 de noviembre de 2016

SO LONG, DEAR LEONARD

"Mamá, ha muerto Leonard Cohen", me dijo ayer Marianné mientras yo intentaba conciliar el sueño. Que mi hija me haya transmitido esa triste noticia no me parecía una casualidad más del destino. Su nombre formaba parte de la canción que más he escuchado en mi vida: So long, MarianneLa escuché por primera vez de manera casual en un canal que estaba transmitiendo un concierto pasado que el cantante canadiense dio en London. La pantalla del televisor tenía un tono azulado y en el medio aparecía un hombre con un sombrero elegante que parecía danzar con su guitarra mientras le susurraba una canción con su voz enamorada. En ese entonces mi hija ya era casi una adolescente y obviamente su nombre era anterior a esa canción, pero escucharlo repetidamente en esa melodía era un regalo celestial.
Con el tiempo supe que Marianne Ihlen fue quien le inspiró a escribirla mientras vivían en una isla griega donde Leonard Cohen la conoció. El romance duró siete años, pero, sin duda, sobrepasó ese tiempo, porque cuando él se enteró que ella había muerto en julio de este año, el artista le dedicó estas palabras: "Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extienden tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre ya que tú lo sabes. Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino".
Pienso en la muerte como un revés de la vida, un viaje que ha llegado a su estación final. El pasajero que transita por ahí decide si ha de dejar algo cuando le toque el momento de partir. Leonard Cohen nos legó su música y su poesía, producto de una vida intensamente vivida. Su último disco You want it darker incluye una canción titulada Traveling light, donde habla del viaje ligero que emprendió por la vida y de la que se despedía con su vieja guitarra.
En mi equipaje siempre he dejado un espacio para sus discos. Uno de ellos lo adquirí en México; otro, en Berlín. Pensaba que en mi siguiente viaje podría conseguir su última producción. Hace años, cuando andaba deslumbrada por las calles luminosas de Nueva York, vi un cartel que anunciaba un concierto pasado de Leonard Cohen, deseé con todo mi corazón que algún día lo vería en vivo; pero comprendo ahora que eso nunca será. Solo me queda escucharlo y decirle "So long, dear Leonard. Good  journey".


domingo, 6 de noviembre de 2016

K/C

Abrí la ventana de la casa antigua con techo de dos aguas, como todas las que habían en el centro de Praga. Se avizoraba la lluvia de verano. Yo sentí que era la lluvia de los más crudos inviernos americanos. Aún así imaginé que el Kastillo sería un lugar cálido porque el sol se ocultaba muy cerca de él. Deshabitado de reyes moravos, el recinto desde lejos parecía la perfecta inspiración del viejo Walt. Luego leí que en efecto lo era. Mirarlo con ojos de niño le sirvió a Disney para después construir otro mundo. Aunque yo nunca había visitado su castillo, al ver el otro Kastillo me sentí cerca de él . Sin embargo, había mucho más que este ofrecía al viajero que lo veía por primera vez.
Recorrer de noche un lugar que no se conoce no es lo más recomendable, pesaba en mí el consejo familiar, por eso decidí explorarlo al siguiente día. Quedaba la noche entera para terminar la novela de Franz. En algún momento debí sumergirme en el sueño. Una música extraña llegó a mis oídos. Sonidos aislados que parecían haberse salido de una matriz informática, con figuras en forma de píxeles, inundaron  despavoridamente mi mente, hasta formar la letra R. Una R que triplicaba mi tamaño natural estaba colocada frente a una casa blanca que tenía una puerta abierta. Una señora amablemente me dijo: "Bienvenida al mundo de K". Yo la seguí por el pasillo y luego subí unas gradas en forma de espiral que nunca terminaba. Cuando estaba a punto de desistir al ascenso, la señora se adelantó en decirme: "No ves la luz?, ya falta poco". Resuelta a no escucharla empecé a descender, pero la oscuridad era tal que me impedía pisar bien cada peldaño a medida que bajaba. Me bastó levantar la vista para ver de nuevo a la señora que desde lo alto me sonreía.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

EL KASTILLO DE FRANZ

Al fondo, al fondo estaba el Kastillo. Había llegado ahí despojada de todo. No tenía nombre ni país ni historia, pero estaba ahí a punto de cruzar el puente. Las aguas del Moldava fluían lentamente ese verano en contraste con la multitud de turistas que visitaban la bella Praga. La noche anterior había soñado con Franz. Hablamos un idioma que no era el alemán ni el checo, uno que matizaba perfectamente el silencio. Al despertar,  sus ojos grandes continuaban mirándome desde la ventana. Luego desapareció y comenzó la lluvia. Era el momento de ir a Malá Strana, caminar por el barrio judío y perderme inútilmente entre sus calles. Bastaba con levantar la vista para saber cuán cerca o lejos estaba de mi destino. Las horas transcurrían en el devenir de mis pasos. Al fin, cuando el sol se ocultó entre sus torres, decidí entrar al Kastillo. Ahí estaba Franz soñando el futuro.

lunes, 16 de mayo de 2016

LIBRETA DE VERANO

A lo largo de los años me he dado cuento que me estoy convirtiendo en una coleccionista. Cada viaje ha aumentado mis ganas de llenar mi casa de objetos traídos de distintas partes. Sin duda, los gatos y las libretas son los más frecuentes, sobre todo estas últimas que ocupan un espacio considerable en los estantes de mi biblioteca. Las tengo de distintos colores, tamaños y formas, y si las vemos desde el punto de vista del uso, unas están llenas de mis escritos y dibujos, y otras simplemente vacías. Muchas de ellas son regalos de amigos y familiares que conocen de mis gustos y manías.
Una de las libretas de viajes que elegí para llevarla conmigo a Europa, tenía una tapa negra con flores de colores vistosos y la foto del rostro de una niña. Me encantaba su tamaño y la facilidad con que entraba en cualquier bolso que llevaba. Lo primero que anoté en su primera página fue la fecha de ese viaje que comenzaba en España, donde me encontraría con mi hermana menor. Era setiembre de 2010. Algo de Madrid, La Mancha, Sevilla, Cádiz y Granada quedó plasmado en esa libreta. Lo que más recuerdo es el dibujo que me puse a hacer frente a La Alhambra. No soy dibujante profesional, pero en ese momento esa deslumbrante construcción árabe valía más en imágenes que  mil palabras. Lo mismo pasó con la torre Eiffel y los puentes de París; más bien cuando estuvimos recorriendo Versalles  no pude evitar sentarme a escribir cómo imaginaba a María Antonieta tratando de huir de la furia de los revolucionarios. Luego vino Italia, el país donde vivía mi hermana. El recorrido por Milán fue como saborear un delicioso gelato de fresa, y el tren hacia Venecia me hizo ver los paisajes más pintorescos que había visto hasta el momento. En todos esos días de viaje registré todo cuanto podía en mi libreta. Era mi diario de esos felices días de verano.
El fin de mi travesía coincidió con la última página que me quedaba para escribir en mi libreta. Recuerdo que estaba en la sala de embarque del aeropuerto, llenando presurosa unos formularios. Ya me había despedido de mi hermana y tuve que apurarme en subir al avión de regreso a mi país. Cuando logré sentarme en mi asiento junto a la ventana y respirar tranquila por no perder el vuelo,  pensé que era hora de escribir en la única hoja que me quedaba. Busqué mi libreta en mi cartera, pero nunca la encontré. Finalmente, el avión partió y se elevó entre las nubes, sentí que algo mío quedó en tierra.