viernes, 11 de noviembre de 2016

SO LONG, DEAR LEONARD

"Mamá, ha muerto Leonard Cohen", me dijo ayer Marianné mientras yo intentaba conciliar el sueño. Que mi hija me haya transmitido esa triste noticia no me parecía una casualidad más del destino. Su nombre formaba parte de la canción que más he escuchado en mi vida: So long, MarianneLa escuché por primera vez de manera casual en un canal que estaba transmitiendo un concierto pasado que el cantante canadiense dio en London. La pantalla del televisor tenía un tono azulado y en el medio aparecía un hombre con un sombrero elegante que parecía danzar con su guitarra mientras le susurraba una canción con su voz enamorada. En ese entonces mi hija ya era casi una adolescente y obviamente su nombre era anterior a esa canción, pero escucharlo repetidamente en esa melodía era un regalo celestial.
Con el tiempo supe que Marianne Ihlen fue quien le inspiró a escribirla mientras vivían en una isla griega donde Leonard Cohen la conoció. El romance duró siete años, pero, sin duda, sobrepasó ese tiempo, porque cuando él se enteró que ella había muerto en julio de este año, el artista le dedicó estas palabras: "Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extienden tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre ya que tú lo sabes. Solo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Todo el amor, te veré por el camino".
Pienso en la muerte como un revés de la vida, un viaje que ha llegado a su estación final. El pasajero que transita por ahí decide si ha de dejar algo cuando le toque el momento de partir. Leonard Cohen nos legó su música y su poesía, producto de una vida intensamente vivida. Su último disco You want it darker incluye una canción titulada Traveling light, donde habla del viaje ligero que emprendió por la vida y de la que se despedía con su vieja guitarra.
En mi equipaje siempre he dejado un espacio para sus discos. Uno de ellos lo adquirí en México; otro, en Berlín. Pensaba que en mi siguiente viaje podría conseguir su última producción. Hace años, cuando andaba deslumbrada por las calles luminosas de Nueva York, vi un cartel que anunciaba un concierto pasado de Leonard Cohen, deseé con todo mi corazón que algún día lo vería en vivo; pero comprendo ahora que eso nunca será. Solo me queda escucharlo y decirle "So long, dear Leonard. Good  journey".


domingo, 6 de noviembre de 2016

K/C

Abrí la ventana de la casa antigua con techo de dos aguas, como todas las que habían en el centro de Praga. Se avizoraba la lluvia de verano. Yo sentí que era la lluvia de los más crudos inviernos americanos. Aún así imaginé que el Kastillo sería un lugar cálido porque el sol se ocultaba muy cerca de él. Deshabitado de reyes moravos, el recinto desde lejos parecía la perfecta inspiración del viejo Walt. Luego leí que en efecto lo era. Mirarlo con ojos de niño le sirvió a Disney para después construir otro mundo. Aunque yo nunca había visitado su castillo, al ver el otro Kastillo me sentí cerca de él . Sin embargo, había mucho más que este ofrecía al viajero que lo veía por primera vez.
Recorrer de noche un lugar que no se conoce no es lo más recomendable, pesaba en mí el consejo familiar, por eso decidí explorarlo al siguiente día. Quedaba la noche entera para terminar la novela de Franz. En algún momento debí sumergirme en el sueño. Una música extraña llegó a mis oídos. Sonidos aislados que parecían haberse salido de una matriz informática, con figuras en forma de píxeles, inundaron  despavoridamente mi mente, hasta formar la letra R. Una R que triplicaba mi tamaño natural estaba colocada frente a una casa blanca que tenía una puerta abierta. Una señora amablemente me dijo: "Bienvenida al mundo de K". Yo la seguí por el pasillo y luego subí unas gradas en forma de espiral que nunca terminaba. Cuando estaba a punto de desistir al ascenso, la señora se adelantó en decirme: "No ves la luz?, ya falta poco". Resuelta a no escucharla empecé a descender, pero la oscuridad era tal que me impedía pisar bien cada peldaño a medida que bajaba. Me bastó levantar la vista para ver de nuevo a la señora que desde lo alto me sonreía.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

EL KASTILLO DE FRANZ

Al fondo, al fondo estaba el Kastillo. Había llegado ahí despojada de todo. No tenía nombre ni país ni historia, pero estaba ahí a punto de cruzar el puente. Las aguas del Moldava fluían lentamente ese verano en contraste con la multitud de turistas que visitaban la bella Praga. La noche anterior había soñado con Franz. Hablamos un idioma que no era el alemán ni el checo, uno que matizaba perfectamente el silencio. Al despertar,  sus ojos grandes continuaban mirándome desde la ventana. Luego desapareció y comenzó la lluvia. Era el momento de ir a Malá Strana, caminar por el barrio judío y perderme inútilmente entre sus calles. Bastaba con levantar la vista para saber cuán cerca o lejos estaba de mi destino. Las horas transcurrían en el devenir de mis pasos. Al fin, cuando el sol se ocultó entre sus torres, decidí entrar al Kastillo. Ahí estaba Franz soñando el futuro.