Si uno pudiera escribir la vida entera en una carta, se justificaría la vida dedicada a esa carta. El destinatario será siempre el eterno oyente que pacientemente recepciona tus alegrías, tus penas, tus angustias. A veces ese destinatario no existe, pero resulta fácil inventarse uno. Basta con escribir las primeras palabras y ya en alguna parte del universo habrá alguien dispuesto a captar tu mensaje.
Hay dos placeres complementarios, el que te respondan y leer las cartas de otros que han hecho de este medio un verdadero arte. En estos días me convertí en la destinataria de muchas cartas, de personajes antiguos que nunca conocí. Pedro Salinas, la gran voz poética de la Generación del 27, fue uno de ellos. Más que sus cartas quedé alucinada con su ensayo "En defensa de la carta misiva y la correspondencia epistolar". También pasaron por mis ojos las cartas de un precursor arequipeño, el gran Juan Pablo Viscardo y Guzmán. Me aguarda en mis secretos anaqueles las cartas entre Walter Benjamin y Gretel Adorno, una reciente y valiosa adquisición. Son compañeras de estante las cartas de Mariátegui con importantes personajes de la época como Unamuno, y asimismo, las cartas de amor que Neruda escribió a Matilde Urrutia. Son cartas de diferentes estilos y tonos, de distintos tiempos y lugares, de emisores únicos, pero son cartas que cuando uno acaba de leer, queda aún más convencida que hay una necesidad imperiosa de escribir a alguien y saber que hay una respuesta que está esperándonos. Y como dice el mismo Salinas: "He aquí el círculo social mínimo de la carta: dos personas. Es el número de la perfecta intimidad, el más semejante al número del amor".
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