martes, 9 de diciembre de 2008

ISLA NEGRA EN EL CORAZON


Y después del Encuentro en Chañaral de Las Ánimas, los poetas partieron hacia distintas y lejanas direcciones: Colombia, Perú, Bolivia, Argentina y Uruguay; los que nos quedamos en Chile emprendimos una larga travesía más al sur. En la madrugada, bajo el tiritar de las estrellas, atravesamos el desierto silencioso de Atacama. Entre sueños lo vimos florido, desprendiendo sus mágicos olores de añañucas y amancaes, mientras que, como un viejo reloj de arena, el tiempo transcurría difusamente, trayendo a nuestra memoria el cálido recuerdo de los amigos, de sus versos, de sus vidas, de su profunda humanidad.
Más tarde, cuando el sol estaba en lo alto y la brisa marina nos refrescaba del ligero calor de aquellos días finales de octubre, entramos a La Serena. Ahí también había un puerto y a medida que recorríamos la ciudad, imaginariamente anclamos y nos dirigimos a los valles cordilleranos del oriente en busca de la voz de una mujer visionaria que fue reconocida con el Premio Nobel de Literatura hace cincuenta años: Gabriela Mistral. Con su poesía fuimos adentrándonos en su Valle de Elqui, tierra de lagares y de montañas que arden en rojo y azafrán, y cuyo río cristalino se une serenamente con el mar.
Luego de algunas horas más de viaje llegamos a Santiago. Atravesamos la ciudad subterráneamente en el metro y luego desde el vigésimo piso de un edificio pudimos apreciarla en pleno movimiento. Casi al frente nuestro estaba el cerro San Cristóbal, en cuya ladera se hallaba La Chascona que, junto a Isla Negra y La Sebastiana, forma parte de las tres bellas casas náuticas que Pablo Neruda poseía en Santiago, Isla Negra y Valparaíso, respectivamente. Cuando la visitamos sentimos formar parte de ese barco lleno de objetos a los que él dio vida con su palabra: Las cajitas de música, las muñecas, los cuadros de Diego Rivera, sus muebles, sus poemarios, su medalla del Nobel, en fin toda su vida compartida con Matilde Urrutia.
Pero nada se compara a lo que significó llegar a Isla Negra, su mejor barco anclado frente al mar. En su póstumo libro Confieso que he vivido (1974), Neruda dice que luego de regresar de España necesitaba un sitio de trabajo para escribir su Canto general. Fue entonces cuando conoció a un viejo capitán de navío español que le vendió una casa de piedra a medio construir en 1939, y él poco a poco terminó de concebirla llenándola con su imaginación y sensibilidad poética, arrebatándola a las olas que se estrellaban contra las rocas acomodadas en sus linderos, o tal vez para compartirla y formar parte de esa inmensidad viva y palpitante que bañaba las costas y que llevaba a su barco por parajes lejanos pero no extraños a su corazón.
Al inicio del recorrido por la casa hay una inscripción que dice: "Regresé de mis viajes. Navegué construyendo la alegría." En efecto, esta casa invita a navegar, ya sea viendo el océano desde sus ventanas o mirando los objetos marinos que el poeta recolectó con una ardiente pasión. En sus distintos ambientes pudimos apreciar sus famosas colecciones de caracolas y de insectos, sus colmillos de narval, sus mascarones de proa como La Medusa o la María Celeste, sus botellas de variados colores y formas, sus figuras totémicas, sus antiguas fotografías, sus piedras, sus barcos en miniatura, sus libros, su caballo de tres colas, etc. Todo esto perteneció al legado que dejó el poeta a los trabajadores del cobre y del salitre, pero que hoy forman parte del museo administrado por la Fundación Neruda.
Más allá de los recintos de madera y al aire libre hay una tumba en forma de proa adornada por hermosas florecillas que juegan con el viento proveniente del vaivén de las olas. Ahí descansa el poeta junto a su Matilde amada. No hay un epitafio como el de Vicente Huidobro, en Cartagena, que diga: "Abrid esta tumba: al fondo se ve el mar"; no es necesario: Neruda era del mar y a él había vuelto, y el mar estaba ahí frente a nosotros. De pronto sentimos una súbita tristeza al recordar sus últimos momentos en aquellos días lúgubres. La muerte había invadido la primavera que él había construido con toda su esperanza; pero ni los incendiarios ni los guerreros ni los lobos lograron matarlo. Su poesía no ha muerto, tiene las siete vidas del gato, como él mismo había escrito en sus memorias póstumas Para nacer he nacido (1978).
A un año del centenario de su nacimiento, su voz continúa viva, nos la trae el rumor interminable de las olas y el vuelo incesante de los pájaros; por eso miles de navegantes que van de puerto en puerto en busca de la poesía, la encuentran palpitante y bullente en este refugio sereno que verdea en Isla Negra como un canto de amor intenso a la vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario